jueves, 2 de abril de 2009

Burkina Faso en el espejo

Estoy en Zaragoza, donde vivo desde hace tres años. Acabo de salir del cine, he visto un documental –parte de un festival sobre derechos humanos - sobre la vida de Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso durante la segunda mitad de los años 80.

Me entero de cosas que no conocía: La lucha de un grupo de gente por cambiar el destino de un pueblo, la independencia alimentaria, la puesta en valor de la dignidad femenina. Me entero del esfuerzo de este hombre y escucho las palabras con las que buscó provocar en su comunidad la convicción de ser capaces por si mismos de salir de la situación de retraso y marginalidad en que se encontraban. Me entero de los intereses a los que afectaba y de los gobiernos que influyeron para lograr su asesinato el 15 de octubre de 1987.

Me marcho pensando. No sabía nada de esto hace una hora. En mi cabeza Burkina Faso era un nombre aprendido en mis clases de geografía del colegio, un nombre que correspondía a algún espacio más o menos al centro de esa gran masa que es África. Me hace gracia. Como ciudadano de un país “de periferia” llevo nueve años recordando en cada lugar por el que paso, que sud América no es un país grande, sino un conjunto de naciones con historia, costumbres y expectativas propias, y de pronto me encuentro a mi mismo hablando de “Africa” como si todos esos países al sur del Sahara (porque el Africa de la que hablamos cuando decimos “Africa” no incluye a los países del norte del continente. Esos serán tal vez un apéndice de la península árabe, o un continente extra, situado entre el mar mediterráneo y ese mar de arena que es el gran desierto.) Me encuentro hablando -decía- como si todos los países al sur del Sahara fuesen un sólo gran país, un espacio nebuloso donde culturas, etnias, lenguas e historias se mezclan informemente.

Aunque parezca una barbaridad, esta estupidez me hace sentir privilegiado. De pronto me doy cuenta de que soy capaz de comprender el desconocimiento torpe que campa aquí en Europa entre esa gran mayoría para quienes los mundos que existen más allá de sus fronteras (las mentales, las políticas en este caso sólo son importantes si coinciden con las primeras) son una entelequia irrelevante, a la vez que comparto el sentimiento de dignidad agredida que tenemos los individuos cuando llegamos a Europa y comprendemos que ese “mundo” del que nos sentíamos parte mira en nosotros sólo una curiosidad antropológica. Ser partícipe de esta doble realidad produce un shock en mi cerebro. Como si este literalmente se partiese para asimilar dos realidades antagónicas. De pronto entiendo que el prisma desde el cual se ven las cosas puede resultar determinante para nuestra capacidad de comprender (y con ella, nuestra capacidad de proponernos en el mundo), y que afirmarlo no es sólo un argumento para no intentar ponerse en el lugar del otro.

Esta nueva información se mezcla con otras que guardo en mi cabeza. Llevo años descubriendo culturas de las que sólo había oído hablar en enciclopedias o documentales. Llevo años comprendiendo en lo más profundo de mi piel que todas las certezas que conocía son tan relativas como incompleta es la información que poseo sobre las cosas, y parciales las fuentes de las que me he informado. Y digo en lo profundo de mi piel, porque no es lo mismo la comprensión de este concepto en la vaguedad de nuestro intelecto que probar en uno mismo la sensación de extravío que se produce la comprobación de que lo que llamamos certeza es sólo una opinión intercambiable.

Esta comprobación de la relatividad de mi cultura y mis opiniones habría podido perderme, crear tal sensación de desencaje que hubiese podido resultar insoportable. Por suerte al mismo tiempo descubrí otras cosas. Por ejemplo que la idiosincracia de las personas de costa suele tener unas constantes comunes en cualquier país al que uno vaya, como comunes son también ciertas maneras y acentos de las personas de interior. Que habitualmente la comida con la que crecimos es la más exquisita, el pueblo de al lado un adversario... He descubierto que los instrumentos tradicionales de viento o de percusión se parecían, aunque los pueblos que los fabricaron nunca oyeron hablar del otro, que los miedos son los mismos y también las esperanzas. Y lo más gracioso: Que todos los pueblos, todos los individuos, estamos convencidos que nuestro caso es único, incomparable.

No dudo de las particularidades de la individualidad, pero me he convencido de que esta resulta atemperada por las coincidencias de la especie. Compartir biología, estructuras, factores externos, incide en nuestras respuestas más de lo que nos gusta aceptar. La lucha entre los partidarios del determinismo y del libre albedrío nos ha hecho creer que debemos optar por creer en una de ellas, cuando en realidad son factores en permanente convivencia. ¿O acaso un niño que nazca en este país no tiene condicionado en su futuro el que un día se le caerán los dientes de leche, que estudiará muchos años y que más tarde o más temprano entrará en el mundo laboral? ¿acaso no es hijo de un tiempo, de una estética, de una visión del mundo? Y esa determinación no impedirá que sea su elección disfrutar o no de su infancia, aprovechar o no su paso por el colegio y crecer o no en la escala laboral, confrontarse o no con su tiempo y con la estética y visión que le enseñaron.

Levanto los ojos y miro Paseo Independencia, iluminado a la luz de las farolas. Veo esta gente que pasa, esta ciudad que voy descubriendo a fuerza de caminarla. Pude haber conocido la historia de Sankara viviendo en mi ciudad, esa que queda lejos aunque vaya conmigo cada día. Pero entonces habría sido distinto. El mundo se entiende de otra manera cuando has visto suficiente para asimilar que nada o casi nada de lo que crees que te hace único es verdaderamente relevante. Que a la larga, lo único que nos hace diferentes es aquello más íntimo. Esa carga de información debido a la cual, aunque todos vivamos en el mismo mundo, este resulte diverso para cada uno de nosotros.

Voy a caminar hacia casa, quiero reflexionar sobre el documental, sobre las razones por las cuales nos cuesta tanto poner como prioridad a la gente. Por qué vivimos en un mundo en el que el deseo de poder es más importante que la convivencia y el bienestar de la mayoría.

Quizás la respuesta tenga que ver con esa incapacidad de ver al otro. De comprender que el otro soy yo mismo, en otro sitio, con otra piel, con otra información. Que en el fondo no somos más que los mismos, buscando más o menos las mismas cosas.

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